
Reflexiones en el camino
Una de las poquísimas normas que establecemos antes del inicio de cada sesión de un círculo, es que para que el grupo se convierta en un espacio de confianza, necesitamos que sea un lugar donde cada uno pueda expresarse con total libertad.
Y para ello hace falta, no solo una escrupulosa confidencialidad con respecto a todo lo que allí se exprese, sino que también tiene que ser un espacio libre de juicios (y a ser posible también, de prejuicios).
Un espacio donde también nos abstendremos de dar consejos a los demás, ni de explicar cosas que a nosotros nos puedan parecer obvias, pero no así a los demás.
Y esta especie de compromiso grupal, se renueva cada vez que llega una cara nueva al círculo.
La experiencia y la vivencia de cada uno es única, y como tal, no puede vivirse por los demás. En el mejor de los casos, quizás, solo quizás, podamos llegar a entenderla y a comprenderla en su justa medida (y ese es uno de los grandes aprendizajes que después nos podremos llevar del círculo).
Digo esto, porque hoy me voy a permitir, ya que la crónica que solemos escribir de todas las sesiones, pertenece a lo que ocurre fuera del círculo, no dar determinados consejos, porque no tendría ningún sentido, pero sí poner sobre la mesa algunas cosas que me han llamado mucho la atención durante estas cuatro sesiones que hemos celebrado hasta hoy, y porque creo, que es útil visibilizarlas, por aquello de que a lo mejor no nos hayamos dado cuenta de que las seguimos reproduciendo y porque creo que nos vendría muy bien empezar a quitarnos de encima, determinados patrones adquiridos.
Y digo esto no para que suene a reproche, sino con el humilde objetivo de que sirva para seguir reflexionando y nos permita seguir avanzando, de una forma, a ser posible, diferente.
Todavía sentimos la necesidad de etiquetar algunos de nuestros comportamientos como valientes y/o como cobardes. Da igual el tema del que estamos hablando. Parece que durante mucho tiempo, dentro de nuestra categoría e identidad masculina, no solo nos han enseñado lo que está bien y lo que está mal, sino que también nos han indicado lo que es de valientes y lo que es de cobardes.
Y ahora, en el mejor de los casos, somos capaces de darle la vuelta al mensaje y si antes era de valientes hacer determinada cosa, pues ahora decimos que es de valientes hacer la contraria. Y aunque no nos demos cuenta, seguimos cavando en el mismo surco de tierra que teníamos antes.
Y eso no tiene por qué ser así. Porque no tenemos la obligación de transmitir determinados mensajes con los mismos valores o márgenes de referencia que nos han enseñado siempre.
Pongo un ejemplo, a ver si así consigo explicarme mejor.
Si mi hijo renuncia a la necesidad de expresar su masculinidad con el resto de los chicos de su pandilla, tirándose desde lo alto de un balcón o haciendo cualquier otra práctica de riesgo, yo quiero sentir que no tengo la necesidad de transmitirle que es valiente por no hacer lo que hacen los demás.
Y me explico.
El aprendizaje no es solamente conseguir que no tenga que tirarse desde un balcón para demostrar nada a nadie. Porque creo que también sería muy interesante, sentir que ninguno de esos dos comportamientos le va a hacer ni más valiente ni más hombre. Primero, porque entiende que desde el grupo de pares (masculinos) ya no hace falta sucumbir a hacer lo que se espera de él, y segundo, porque entiende que no tiene ya ningún sentido, que se le premie por ello, haciéndole sentir bien de una muy determinada manera (¡qué valiente eres!) asociada a determinadas conductas anteriormente muy asociadas a la masculinidad.
Para entendernos, no quiero trascender a la masculinidad con más masculinidad.
Otro ejemplo de otra cosa diferente.
Imagina una persona que tiene mucho dinero, que ha viajado mucho y que ha dado la vuelta al mundo. Imagina también otra persona, que por falta de dinero, apenas ha conseguido viajar solo dentro de su país.
¿Significa eso que una experiencia es más valiosa que la otra?
Y puestos a ir más allá, ¿significa que aquel que acumule una mayor experiencia o más valiosa para los estándares y reconocimientos masculinos se le tenga que presuponer un mayor valor?
¿No parece razonable, verdad?
La historia de cada uno tiene el mismo valor y la misma importancia que cualquier otra. O eso es lo que nos gustaría transmitir y sentir desde los círculos. Porque es parte del proceso de cambio que queremos promover.
Sentir que somos sujetos de idéntico valor.
El problema es que si no nos damos cuenta de ello, podríamos estar así hasta el infinito. Complicándonos mucho la vida.
Porque nadie nos gana a los hombres cuando se trata de competir.
Nos han enseñado tanto a competir entre nosotros, que difícilmente nos vamos a conseguir vernos como iguales si nos seguimos tratando en base a unos parámetros competitivos que nos sitúan inevitablemente a unos por encima de otros.
Y si no nos vemos como iguales, difícilmente conseguiremos sentirnos entre iguales.
De ahí por ejemplo, la necesidad que tenemos de relacionarnos desde el círculo, de sentirnos que todos y cada uno de nosotros, tenemos el mismo valor. Que estamos todos a la misma distancia. Sin jerarquías, ni categorías, ni saberes/ni conocimientos de unos por encima de otros.
Necesitamos resignificar nuestra mirada. Es urgente.
Tenemos que cambiar no solo lo que vemos (que es lo que somos o proyectamos), sino también como lo miramos (que es la forma en que analizamos, enjuiciamos y valoramos todo lo que nos rodea).
Uno de los compañeros del círculo expresaba lo que era para él, la gestión de las emociones, ante una determinada situación o conflicto.
Y lo expresaba de una manera tan hermosa, que era fácil no solo sentirle a él a la vez que lo contaba, si no ser conscientes de que delante de él, en esa historia concreta, en esa vivencia, también había otra persona.
Cuando seamos capaces de no solo reconocernos en los hombres que comparten sus historias con nosotros, sino que empecemos a ver y sentir a las demás personas que también están allí, en esas historias, estaremos dando un grandísimo avance.
Y eso es algo que aparentemente puede parecernos muy obvio, pero que a los hombres nos cuesta horrores detectar. Y ese es sin duda, el cambio de uno de los grandes paradigmas masculinos. Salir de nuestra propia existencia y conseguir ver y sentir al de enfrente.
Salir de nuestro “yo, yo, yo” tan característico, como acertaba también a señalar, uno de los compañeros nuevos del grupo.
Los círculos son una entidad viva, orgánica, que a veces es difícil incluso de explicar.
No sabemos muchas veces por qué funciona.
Hay algo que escapa a nuestro conocimiento, y es que en los círculos, a lo largo del tiempo y de las sesiones, da pie a que nuevas caras aparezcan en el grupo, otras no vuelvan por diversas razones (p.ej. porque otras actividades se realicen al mismo tiempo), y las que llevan desde el principio, se empiecen a ver de otra manera y se aprecie cierta evolución o avance hacia el cambio.
Caras nuevas que enriquecen el grupo. Nuevas aportaciones, nuevas experiencias de vida, dan pie a nuevas formas de relacionarnos con otros componentes del grupo (en ese sentido, el grupo siempre se está reestructurando, acogiendo a aquellos que llegan en su primer día, y acostumbrándonos de nuevo a cuidar el espacio y el sentir del círculo para que siga fluyendo de la misma manera).
Alegra ver cómo llegan hombres nuevos al grupo, que ya se conocen (y se cuidan) previamente en su módulo correspondiente, y que portan una amplia sonrisa en la cara, y que muestran un grado de cordialidad, amistad, familiaridad y compañerismo que incluso aquí fuera, en la vida que se desarrolla fuera del centro penitenciario, es difícil de ver.
Han tenido que pasar cuatro sesiones, para que aparezca la palabra AMOR entre nosotros.
Acostumbrados como estamos a plantear temas tan profundos, graves y por supuesto también extremadamente importantes (porque así han conformado y configurado nuestras vidas), como la violencia, el suicidio, la ira, el odio (que hoy se hacía muy presente también en un momento muy concreto de nuestra sesión), que esta nueva sensación acontecida parecía un balón de oxígeno, un cierto respiro y alivio, aunque sea por un breve instante de tiempo.
Y esto no es anecdótico, porque en muchas ocasiones, incluso en los círculos, nos seguimos alimentando de las cosas que durante tanto tiempo más daño nos han hecho; y salir de ese bucle (que a veces cuesta y mucho simplemente el detectarlo), también es muy necesario.
De la misma manera que expresar ciertas situaciones de vida que nos han estado ahogando durante mucho tiempo, nos alivia y nos permite mirar hacia delante de otra manera.
Inolvidable por desgarradora (que aquí por motivos de confidencialidad me voy a abstener de detallar) la experiencia vital que nos contaba al principio del círculo uno de nuestros compañeros, que nos contó una historia que solo había tenido la oportunidad de contarla dos veces a lo largo de toda su vida.
Una, frente a su psiquiatra, hace ya bastantes años. Otra, aquí mismo, hoy, en este círculo de hombres.
Delante de hombres, la mayoría de ellos, casi unos completos desconocidos.
Después de escuchar su relato, solo fui capaz de preguntarle si el haberlo contado delante nuestra, le había al menos aliviado. Y me dijo que sí. Claro que sí.
Y a mí eso me hizo sentir una profunda rabia por lo injusto de muchas de estas situaciones e historias que tan desgraciadamente se repiten una y otra vez en los círculos.
¿En qué clase de mundo vivimos que nos impide encontrar el espacio y la compañía necesaria para poder expresar y exteriorizar algo que nos está haciendo tanto daño y que arrastramos desde hace toda una vida?
¿Y por qué esa dificultad está tan íntimamente relacionada con el hecho de ser hombres?
Y aprovecho, para enlazar con un tema que me preocupa y mucho, que es el de la salud mental.
Hay muchos estudios que cuantifican que una de cada cuatro personas, va a tener alguna vez a lo largo de toda su vida algún episodio, problema o trastorno mental, como ansiedad, depresión, estrés, o incluso, otros muchos más graves y complejos.
Problemas, que en los centros penitenciarios, no solo no se consiguen paliar, sino que incluso se acrecientan.
La salud mental supone el 34 % de la asistencia sanitaria en las cárceles y la tasa de suicidios ha aumentado un 26 % en los últimos 5 años.
Un 30% de los presos padecen problemas psiquiátricos (y en muchos de esos casos, esos problemas no los traen de su etapa anterior a la comisión del delito que les ha conducido a la cárcel).
La tasa de prevalencia de trastorno mental en población reclusa es de 5,3 veces superior a la población general.
¿Qué podemos hacer, que esté realmente a nuestro alcance, para que al menos seamos capaces de aliviar esta insoportable carga?
Organizar un círculo de hombres es una de esas cosas.
Asistir a ellos es otra.