Estoy bien, pero…


“… Goleman en su libro Inteligencia Emocional (1996), recoge los resultados de un estudio que indican que los niños, a la edad de 6 años, ya han aprendido a ocultar sus emociones. En dicho estudio se expone que más del 50% de las madres tuvieron dificultades para identificar en sus hijos correctamente lo que sentían en ese momento, porcentaje que bajaba drásticamente para el caso de las niñas …”

Guía “A fuego lento” (Fundación Cepaim)

Que la masculinidad y la falta de expresión natural de las emociones van de la mano, es más que evidente. Lo sabemos ya no solo por estudios previos como el que acabamos de mencionar, sino porque lo vemos en cada uno de nosotros y en cada círculo o sesión que celebramos.

Si esas dificultades aparecen en los niños de más corta edad, imagínate cuando juntamos a hombres de diversas edades, que van desde los 30, 40 o 50 o más años.

Y hablamos en este caso, de la dificultad no ya de sentirlas, sino de la dificultad en identificarlas, expresarlas y en verbalizarlas (ahora indagaremos en qué tipo de emociones o expresiones emocionales encontramos esa dificultad).

En exteriorizarlas precisamente incluso, ante aquellas personas que más queremos o cuyos vínculos emocionales son más cercanos.

Y todo empezó como siempre en el círculo de una manera casi anecdótica y aparentemente sin importancia.

A la pregunta inicial de ¿cómo estáis?, parece que la respuesta surge fácil, simple y rápida. Siempre es decir “bien”. Así, escuetamente, como la manera en que muchas veces a los hombres nos gustaría resolver las cosas.

Por lo general, no nos hace sentir cómodos, el pararnos, el reflexionar, y ser capaces de ver en qué lugar estamos y cómo estamos, y sobre todo, cómo nos sentimos.

Tenemos un cierto temor por las miradas hacia nuestro interior. Se nos da mucho mejor seguir huyendo hacia adelante, sin mirar atrás. Cómo si fuéramos capaces de que si avanzamos lo suficientemente rápido en nuestras vidas, seremos capaces de dejar siempre atrás a nuestros miedos, nuestros temores, nuestras emociones, y sobre todo nuestra capacidad de sufrir, esa compañera de viaje, que con frecuencia nos acompaña a lo largo de demasiadas horas del día, y a la que todavía muchas veces, no sabemos hacer frente.

El problema es que cuando caminamos tan deprisa, también dejamos atrás muchas otras cosas, que son tan importantes para nuestras vidas y que nos conforman como esos seres sociales que todos anhelamos ser. Los vínculos emocionales se resienten, las personas más cercanas se alejan y al final del camino sentimos que nos vamos quedando demasiado solos.

Hoy no tocaba hablar de este tema, pero es curioso como en un momento del círculo hemos vuelto a pasar de puntillas, por la soledad. Como algo que está ahí, que miramos de reojo, pero que es una sombra que nos puede engullir con asombrosa facilidad. Incluso sobre la que tenemos en algunos momentos una mirada un tanto romántica, como ese espacio en el que estamos con nosotros mismos y en el que nada ni nadie parece afectarnos. Nuestro mundo, llegamos incluso a decir.

El problema es que la soledad no sea una opción voluntaria, opcional y temporal, y se convierta en un sentimiento obligado, en una losa difícil de soportar, y que llene absolutamente todas las horas del día, en un ámbito, como por ejemplo el penitenciario, en el que tener tanto tiempo a tu disposición, puede ser un arma de doble filo. Algo difícil de sobrellevar sino es con por ejemplo, la cercanía de un buen grupo de amistades.

Pero volvemos al tema con el que arrancábamos el círculo.

¿Qué se esconde detrás de ese escueto bien cuándo respondíamos a la pregunta de cómo estamos? ¿Estamos realmente bien o es simplemente la respuesta acomodaticia que nos permite pasar palabra para no tener que dar detalles a un compañero de que las cosas no están tan bien como queremos creer, y de que, por encima de todo, parece que tenemos que seguir manteniendo esa imagen de aparente normalidad y bienestar?

Lo digo porque en nuestro afán por seguir indagando en los círculos detrás de lo que aparece y parece como normal y que no solemos darle mayor importancia, en cuanto empezamos a rascar un poquito, las cosas ya no son como parecen, y empiezan a parecerse más a la realidad.

Esa realidad a la que a veces no somos capaces de mantener la mirada.

Hoy lanzábamos una pregunta al aire, buscando esos matices que a veces se nos escapan o que no sabemos interpretar debidamente.

¿A quien somos capaces de decir un simple te quiero?

¿A nuestros hijos e hijas? Parece que esto nos cuesta poco, sobre todo cuando son todavía de corta edad. Tenemos integrado el cariño y el afecto hacia nuestros descendientes, y aquí parece que nos cuesta poco expresarlo. Parece que no hay nada que se nos resista ni ninguna dificultad añadida.

¿Pero y si miramos hacia arriba en vez de hacia abajo? ¿Cuál es nuestra relación con nuestros padres, con nuestras madres? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de decir también sin tapujos un “te quiero” sincero, decidido y no tembloroso y sobre todo, no de forma excepcional, sino tan cotidiano, continuo y natural como nos sale con nuestros hijos?

Ahí ya la cosa se complica más, ¿verdad?

Analizando las razones que nos pueden ocasionar esta resistencia expresiva con respecto a nuestros padres (y digo, sobre todo con nuestros padres más que con nuestras madres) surgen varias posibilidades.

Vergüenza, temor a mostrarnos vulnerables… Son razones que podrían entenderse con otras personas con las que no hemos compartido toda nuestra vida (como por ejemplo, una amistad de hace menos tiempo), pero me cuesta creer que esa sea la barrera que nos impide comunicarnos emocionalmente en el caso de nuestros padres de una manera más natural y cercana.

La vergüenza yo la asocio fundamentalmente con los demás, con las personas que no conocemos y que tememos no tener su aprobación.

Pero ¿cómo hablar de sentir vergüenza con aquellas personas a las que más queremos o tenemos más cerca?

¿Se puede tener vergüenza de decirle te quiero a tu padre, tu madre o incluso, tu pareja?

Si, supongo que sí. Por supuesto.

Pero creo que detrás de esa aparente vergüenza se esconde algo mucho más masculino, y es esa incapacidad o falta de comodidad en la expresión de las emociones buenas (las que nos generan bienestar, amor, cuidados) y que son tan necesarias el expresarlas para que se sigan manteniendo vivas.

El yo no le digo que la quiero (lo suficiente, o lo que ella me reclama que le gustaría) porque ya se lo demuestro continuamente (algo que también hacemos con los amigos) no deja de ser la pantalla o excusa perfecta para no tener que mostrarlas.

Y es que tan importante es demostrar con hechos lo mucho que queremos a una persona, como el hecho de decírselo. Que también es una forma, y muy bonita, de mostrarlo y de demostrarlo.

Lo cual indica que es una vez más una cuestión de aprendizaje social y cultural asociado como no, a la masculinidad. Nos cuesta expresar aquello que tenemos tan poco entrenado a lo largo de nuestras vidas. Ya que por ejemplo, cuando nuestro equipo de fútbol gana un título importante, las expresiones de cariño, abrazos, lágrimas y emociones fluyen de manera mucho más repentina.

Y ya no digamos cuando hablamos de otro tipo de emociones que tenemos sensiblemente mejor entrenadas.

En definitiva, nos cuesta decir te quiero a aquellas personas a las que nuestra socialización masculina nos ha impedido normalizar un vínculo emocional que es necesario regar todos los días, como si de una planta se tratara.

Y es que por ejemplo, como hemos podido comprobar en el propio círculo, no nos cuesta decir te quiero en una carta a esa misma persona. La dificultad no está solo en expresarla, sino sobre todo en verbalizarla. En decirla.

Pero como todo aprendizaje que necesitamos entrenar, los círculos son un buen espacio para hacerlo. Es muy curioso notar el lenguaje corporal de muchos de nosotros cuando tocamos según qué temas.

En primer lugar, a veces nos incomoda, a veces nos cuesta encontrar nuestro espacio en la silla que nos resulte cómodo. Eso dura unos instantes. Después nos recolocamos, modificamos nuestra postura, e incluso abordamos y verbalizamos lo que ese tema nos sugiere.

Es una cuestión de aprendizaje y entrenamiento, y cada día, cada sesión, comprobamos, que cada vez lo sabemos hacer mejor.

Muy relacionado con este tema de la expresión de según qué emociones, en según qué momentos y ante según qué personas, surge el tema de los asuntos pendientes.

¿Cuántos de nosotros, hemos dejado atrás situaciones, relaciones, conflictos y demás historias no resueltas por nuestra velada incapacidad de expresarnos emocionalmente como nos hubiera gustado en ese momento?

Algunas de esas situaciones por razones más que evidentes, ya no pueden revertirse.

Pero otras, sí.

Imagínate, de cualquiera de las maneras, que tienes la oportunidad de revivir ese momento ya pasado.

¿Qué cambiarías o cómo lo afrontarías de nuevo sabiendo lo que sabes ahora de ti mismo?

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