
Consumos y comportamientos adictivos
En la película “Leaving las Vegas”, el personaje protagonista interpretado por Nicolas Cage, era un guionista alcohólico que acababa de perder su trabajo. Sin amigos y sin familia, decidía irse a Las Vegas con el único propósito de beber hasta morir. La imagen suya en un supermercado, llenando un carro de la compra con todo tipo de bebidas alcohólicas, es sin duda, una de las imágenes que se te quedan grabadas después de su visionado.
Quizá sea esta una de las expresiones más exageradas que el mundo del cine nos ha brindado al tratar el tema de las adicciones, pero precisamente por este y por algunos otros detalles, nos sirve para introducir el tema que hemos tratado en el último círculo.
No vamos aquí a definir los límites de lo que es o no es una adicción, porque ese análisis tan particular y complejo de cada caso le correspondería exclusivamente a un profesional en la materia, pero sí quisimos indagar en la última sesión de nuestro círculo (desde nuestro punto de vista de consumidores exclusivamente personal y vivencial) lo que se esconde detrás de esos consumos desmesurados en los que, una vez más, los hombres llevamos la voz cantante respecto a las mujeres (salvo en el caso de consumo de ansiolíticos y antidepresivos, por razones sensiblemente diferentes, que os invito a repensar detenidamente).
Históricamente los hombres en ámbitos de ocio y de socialización, hemos asociado el consumo de todo tipo de sustancias (principalmente alcohol, tabaco, cannabis, cocaína, etc.) con una mayor demostración de masculinidad frente a nuestros pares. Tanto más consumes, tanto más aguantas, más hombre pareces ser frente a tus compañeros (masculinos) de juerga.
Algo que sobre todo tenemos muy presente en esos ritos iniciáticos asociados a la adolescencia (en los que parece que aunque sea de forma inconsciente, hay prisa por convertirnos en hombres adultos cuanto antes para dejar atrás la infancia como signo de debilidad y de todavía poca hombría), donde la influencia del grupo de iguales (en sustitución del papel de acompañamiento que hasta ese momento han ostentado nuestros padres) se empieza a notar mucho más a cada año que avanza el calendario.
Recordamos a qué edades tempranas empezamos a aprender cómo funcionaba esto de los incipientes consumos, y sobre todo quién estaba a nuestro lado preparando el terreno (en la mayoría de los casos, un chico/hombre de similar o mayor edad).
Los doce, los trece años, son las edades que más pronto aparecen y se comparten dentro del grupo.
Edades tempranas en las que aborrecíamos el sabor de esa primera cerveza o mini que nos llevábamos a la boca, recordamos los problemas para tragarnos el humo de esa primera calada a un cigarro o a un porro, pero teníamos claro que había que seguir, que había que acostumbrarse a su incómodo sabor (y cuanto antes, mejor) porque parecía que no había otra opción.
Era parte del proceso.
Era lo que tocaba, lo que hacía todo el mundo (todo el grupo), y porque intentar imaginarse hoy en día un ámbito de ocio en esta sociedad (fines de semana, celebraciones, fiestas navideñas, bodas, etc.) sin consumo de alcohol, por ejemplo, es algo que no nos entra en la cabeza.
Hasta ese punto tenemos normalizado el consumo de sustancias como elemento evasor que nos hagan olvidar nuestras vidas diarias y cotidianas, en las que encima, si eres el elemento disruptor (el que no consume) seguramente tengas que soportar la retahíla de chanzas y chistes al respecto de las demás personas que te acompañan, y también seguramente, acabes en casa a una hora mucho más temprana que tus amistades.
No existe ocio sin consumo. O dicho de otra manera, el ocio más fácil de encontrar (y más visible socialmente) es el que está asociado al consumo.
Con frecuencia también el alcohol y el consumo de otras sustancias nos ayudaba a alimentar esa máscara de la que en tantas ocasiones hemos hablado en sesiones anteriores.
Desde el que consume todo tipo de sustancias que le permitan esa ostentación y ese sentimiento de poder con el que alimentar ese ego masculino desenfrenado que necesita ser alimentado, hasta el que consume alcohol para evitar las resistencias cuando tocaba en la discoteca enfrentarse al sexo femenino (otra de las situaciones en las que se ponía a prueba la masculinidad más exacerbada de la pandilla).
Porque si los consumos desmesurados fueran una cuestión simplemente de entretenimiento, ¿por qué las juergas más salvajes que recordamos han estado protagonizadas junto con los amigos, y no por ejemplo, cuando estábamos a solas con nuestra pareja?
La pareja, en muchas ocasiones, ha sido la reguladora de nuestros consumos. La que ponía el freno y la cordura. Quizás también, sabedora de que después o detrás de un consumo exagerado, era la que le tocaba sufrir las consecuencias de nuestros excesos.
También indagamos en si los amigos de juerga (esos que aparecen sobre todo de jueves a domingo y desaparecen el resto de la semana) eran o no los mismos que aquellos amigos a los que consideramos de verdad, los que nos acompañan en los buenos y malos momentos.
Esos que cuando llega el momento de parar la máquina (en el caso de que hayamos conseguido pararla por nosotros mismos) son los que están ahí, apoyándote y ayudándote a regresar a la vida normal.
Sabemos también por ejemplo por numerosos estudios que apuntan en esa dirección, que los hombres, en uno de cada dos casos en los que se presenta un trastorno mental de mayor o menor gravedad (que es lo que suele esconder las adicciones en un número importante de casos) no acude nunca a un profesional de la salud mental.
Otra de las consecuencias de una malentendida fortaleza (solo en apariencia y fachada) en nuestro aprendizaje masculino.
Y es que en muchos de esos casos, ese malestar no evaluado por un profesional acaba derivando en consumos de sustancias que tratan de apaciguar y/o ocultar ese problema.
Y en eso también somos unos expertos.
Porque con frecuencia son problemas de los que no hablamos con nuestra pareja o familia más cercana, porque nos falta la confianza más elemental para exponer nuestros problemas emocionales que no nos han enseñado a resolver de otra manera.
Y menos aún todavía lo comentamos con nuestros amigos, porque hemos aprendido también que hablar de cosas aparentemente negativas, corta el rollo, la diversión, y está todavía socialmente mal visto.
Así que, en vez de afrontar responsablemente el problema, seguimos aumentándolo como si fuera una bola de nieve que cada vez se hace más grande.
El consumo está ahí, latente, con momentos más graves y otros más llevaderos que nos hacen pensar que el problema no es tan grave y que tiene solución por nosotros mismos, aunque nuestra persistente cerrazón en ocultar nuestras emociones o nuestro estado de ánimo, y sobre todo en pedir ayuda cuando más lo necesitamos, acaba por agravar un problema que hubiera tenido una mucho mejor solución cuanto antes más se hubiera tratado.
Pero como todo aprendizaje social y cultural masculino tiene su parte todavía más oscura, con frecuencia poco o nada tratada.
El ejercicio de la búsqueda de ese ideal de masculinidad que un día nos deslumbró exige una demostración continua y extenuante, pero también exige por otra parte control y disciplina.
Porque con la misma intensidad con la que hemos alabado e idealizado a ese hombre, compañero de fatigas y de juergas que es capaz de beber más que nadie, después le dejamos de lado, cuando esos consumos acaban en una adicción mucho más grave y ese hombre automáticamente es despreciado porque ya no nos sirve como compañero de juergas.
Se convierte en una rémora o lastre, porque nos muestra la parte de nosotros que no queremos ver y en la que no queremos acabar.
Entonces, también sin darnos cuenta, porque esta parte de la historia ya no nos interesa, les pasamos el testigo de su cuidado a otras personas que son las que se encargan de sobrellevar las consecuencias y cuidar lo que queda de ese hombre.
En muchos de los casos, las mujeres y las respectivas familias son las que se encargan una vez más, de sufrir y responsabilizarse de los efectos de una masculinidad desbordada.