
Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros
En ocasiones escribir una crónica de una sesión puede ser más o menos fácil según el tema que se trate, y la cantidad de días que pase de la misma y lo reciente que tengamos la reflexión que nos ha dejado el círculo.
Y en otras ocasiones, es más difícil de llevar a cabo. Por razones que a veces es difícil explicar sobre un folio en blanco. Porque no necesariamente tratamos de un tema en especial, sino que a veces, recogemos la sensación que nos ha dejado una sesión previa y el estado de ánimo en el que se encuentra el grupo. Y eso no implica que no se traten temas importantes. Ni mucho menos.
En este caso veníamos de un círculo anterior donde tratamos las violencias que ejercemos hacia las mujeres. Y es más evidente que fue un círculo intenso, movido (y removido) y que eso generó sentimientos (de manera individual y también de forma colectiva dentro del grupo) que a veces no solo nos incomodan sino que permanecen en nosotros durante muchos días, retroalimentando reflexiones, recuerdos y conversaciones posteriores con otros compañeros del círculo.
En definitiva, vivencias de las que no siempre solemos sacar algo en claro.
Tenemos claro que nos sentimos removidos pero no siempre sabemos detectar qué es lo que se esconde detrás de esa incomodidad y por qué nos provoca ese efecto tan encendido.
Es como tocarse o rascarse una herida que todavía no ha acabado de cicatrizar. Nos duele, en ocasiones incluso nos volverá a sangrar, y hasta que no la curemos del todo (con paciencia, trabajo y esfuerzo) no sentiremos que seamos capaces de gestionar según qué situaciones que habitualmente nos desubican y nos sacan de nuestro particular estado de equilibrio y normalidad.
Y eso necesariamente no tiene que ver solo con el tema de reflexión elegido para un círculo sino con lo cerca o lejos que nos toque a cada uno de nosotros ese tema.
«Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros», decía la frase de Jean-Paul Sartre que da pie al título de esta crónica.
Somos los hombres adultos que nos preguntamos cómo hemos llegado hasta aquí o por qué somos como somos o actuamos de una manera determinada en según qué situaciones.
Son tantas las cosas que nos han influenciado a lo largo de nuestras vidas (algunas para bien, otras para mal), que es difícil distinguir lo que hemos elegido en libertad y lo que nos ha venido dado sin elegir desde hace no sé cuánto tiempo.
Dónde empieza nuestro yo reconocible y que nos hace sentir bien, y dónde acaba ese yo que queremos transformar y que a veces nos ha llevado por un camino por el que ahora necesitamos no volver a transitar de nuevo.
Para que nos hagamos una idea y veamos lo complicado de lo que estamos hablando, un dato. Hasta la edad de siete años, todo lo que vemos y oímos, lo grabamos y lo archivamos directamente en nuestro subconsciente. Sin debatirlo, sin ponerlo en duda y sin cuestionarlo.
Solamente con los tres primeros años de vida, en los que somos auténticas esponjas, se configura el 75% del desarrollo de nuestra personalidad y carácter, que va tomando forma durante esos primeros años tan importantes en nuestro crecimiento como personas.
Incluso si indagamos en la Teoría del Apego que desarrolló John Bowlby, veremos que nuestros comportamientos y la forma en que mantenemos relaciones sociales con otras personas en nuestra edad madura, tiene mucho que ver con cómo se ha desarrollado ese vínculo de apego inicial que se establece entre el recién nacido y la persona o personas a cargo de su cuidado.
Y si preguntamos a más de un profesional de la psicología, seguramente nos confiesen que muchos de los trastornos mentales que aparecen en la edad adulta, responden a traumas, vivencias o experiencias no resueltas de forma satisfactoria en nuestra más pequeña niñez o incluso adolescencia.
Y es que en esos primeros meses y años de vida toda experiencia de vida se traduce en emociones. Emociones que influirán irremediablemente en nuestro grado de autoestima y confianza en nosotros mismos y en la forma en que nos ubica con respecto a nuestra relación con los demás (y del porqué a veces repetimos patrones de relación, por poner un ejemplo, con un perfil muy determinado de persona que buscamos en nuestras parejas).
Y que no se nos olvide, que desgraciadamente, venimos de dónde venimos.
Somos la generación de adultos en donde hemos convivido con absoluta normalidad con la violencia en nuestras casas (no en todos los casos obviamente, pero sí en muchos).
Leí hace ya tiempo en un artículo, un estudio que en los años 60, decía que el 94% de las familias consideraba legítimo utilizar el castigo físico como método educativo. Y no se referían únicamente al típico cachete, sino a algo mucho más severo que seguro todos nos podemos llegar a imaginar.
Ese porcentaje fue disminuyendo hasta el 22% en los años 2000.
Y aunque no tengamos cifras posteriores de los últimos veinte años hasta la actualidad, todo invita a pensar que estamos cerca de considerar unánimemente, que esa ya no es la forma de resolver los avatares de la crianza y educación de nuestros hijos.
Hoy la sociedad, por suerte está cambiando en muchos aspectos y en concreto, cuidando y acompañando de una manera respetuosa la infancia y adolescencia, lo cual está posibilitando una futura generación de adultos más sanos.
Pero las consecuencias de ese modelo familiar educacional todavía siguen pesando y mucho. Al menos, en nosotros.
Y no hay más que ver la cantidad de relatos personales que siguen surgiendo sesión tras sesión, tanto de experiencias que hemos sufrido en primera persona, como de actos que también hemos protagonizado y en los que no siempre hemos sido nosotros la víctima.
¿Quiere decir que todo lo dicho anteriormente nos puede condicionar de tal manera que el cambio en nosotros sea literalmente imposible?
No, evidentemente que no.
Pero sí puede ser trascendental que si no sabemos detectar de dónde viene o dónde nace ese conflicto que tenemos con nosotros mismos, es más que probable que no sepamos como superarlo o revertirlo.
El trabajo que hace un psicólogo de forma profesional a lo largo del tiempo con el paciente de forma personal a veces tiene camino similar al que solemos hacer nosotros de manera colectiva en los círculos.
Como solemos decir, esto no es propiamente una terapia pero los efectos que provoca el círculo en sus integrantes sí se puede decir que tiene efectos terapéuticos, que sin duda, nos van a venir muy bien en nuestras vidas cotidianas.
De ahí lo esencial que es trabajar con y desde las emociones.
Porque no nos limitamos a contar historias vividas pasadas sino que nos dedicamos a indagar en cómo nos han hecho sentir esas experiencias en ese momento determinado y cómo nos han podido marcar en nuestra vida futura.
Y por supuesto, en igualdad de condiciones.
Decía Carl R. Rogers en su imprescindible libro “Grupos de encuentro” que «no le agradaban los facilitadores que no participan en el grupo con sus emociones personales y permanecen a distancia, como expertos capaces de analizar el proceso grupal y las reacciones de los demás gracias a sus mayores conocimientos».
Y añadía algo más: «La gente tiende a sentirse intimidada por aquellos a quienes perciben como expertos».
Aquí es fundamental desde la propia facilitación del grupo, estar a la misma altura que cualquier otro participante del círculo. Compartiendo experiencias de vida y reflexiones.
Cuanto más horizontal sea la dinámica y el trabajo que allí se lleve a cabo (en donde todos sintamos que tenemos el mismo valor), más confianza se generará dentro del grupo y más productivo será.
Y sobre todo, cuidando y evitando que se produzca el temido juicio dentro del grupo frente a lo que estamos compartiendo. Para poder hablar en libertad necesitamos sentir que ese testimonio va a ser recogido por el grupo de una forma amable y no agresiva (evitando la reacción visceral o el consejo no solicitado).
En los círculos no juzgamos a las personas, sino que nos limitamos a compartir y analizar los actos o comportamientos que hemos hecho, para reflexionar sobre ellos y responsabilizarnos de las consecuencias y del daño ocasionado.
Aún así, a veces podemos tener dudas o miedo de contar algo muy personal dentro del círculo pensando que nos van a juzgar de una manera determinada (y casi siempre negativa).
Es comprensible, es lógico y a veces no responde a un juicio externo que podamos sentir dentro del grupo, sino a un propio autosabotaje personal.
El miedo al juicio de los demás habla más de nosotros mismos y de nuestra confianza y autoestima que de un juicio real al que nos vayan a someter por contar algo en el círculo.
Lo que a veces no nos damos cuenta, es que precisamente por atrevernos a contar ese detalle autobiográfico tan personal, el juicio que se pudiera producir dentro del círculo es precisamente el contrario al que pensamos (positivo en vez de negativo, tanto en cuanto los demás participantes agradecen la valentía o el empuje necesario para contar algo de una relevancia tan grande en nuestras vidas que no todo el mundo es capaz de contar).
Debemos también trabajar para que eso no nos genere más culpa y vergüenza de la que ya soportamos cuando a veces compartimos según qué testimonios.
Aprender a perdonarnos para poder quedarnos en calma y paz con nosotros mismos.
Incluso aunque el daño esté hecho y hayamos sido capaces de pedir perdón y de restaurar el daño infligido, a veces sentimos que ese daño, esa culpa, permanecerá hasta el fin de nuestros días sin posibilidad de que ese peso remita.
Y ese constructo o aprendizaje que tenemos grabado tan a fuego, también necesitamos desmontarlo y trascenderlo.
A veces solemos cerrar las sesiones verbalizando en una única palabra (a ser posible) la sensación o lo que nos llevamos del círculo ese día.
Algunas de esas palabras del último cierre de sesión fueron: agradecido, pensativo, compasión, removido, enfadado…
No hay dos palabras ni dos personas iguales.
De la misma manera que no hay dos formas de vivir el círculo.