
El miedo es uno de esos temas universales que surgen muy a menudo en las sesiones de los círculos de hombres.
No necesariamente cuando elegimos hablar expresamente del MIEDO, así en mayúsculas, sino cuando hablamos de cualquier tema e inesperadamente surge de manera automática, en una especie de segundo plano, el miedo a alguna situación determinada ya sea pasada, presente o futura.
Quien dice miedo, dice temor ante una situación que imagina previamente en su mente, y que salta de manera automática cuando hay alguna señal de aviso de que se acerca la posibilidad (de peligro) de que esa situación cobre vida por primera vez o se repita incluso, si ya la hemos vivido con anterioridad.
Quien dice miedo puede querer también decir vergüenza (que no deja de ser el miedo a no ser aceptado por los demás).
Incluso el sentimiento de culpa puede estar íntimamente también con el miedo (el miedo a hacer algo que va en contra de nuestros propios valores éticos y morales, o de las creencias que nos han inculcado desde pequeños).
El miedo es un mecanismo adaptativo, algo que nos sirve para identificar posibles amenazas y nos permite huir ante situaciones potencialmente peligrosas. Como tal es esencial para la experiencia humana, ya que durante miles de años nos ha servido como herramienta de supervivencia.
Debemos tener en cuenta que la especie humana lleva sobre la faz de la Tierra aproximadamente seis o siete millones de años.
Lo cual, si delimitamos la existencia exclusivamente del ser humano moderno, a los últimos cinco mil años (comienzo de lo que podemos considerar como Prehistoria), la importancia cuantitativa con respecto al total de los siglos de evolución de nuestra especie es poco menos que irrisoria: menos del 0,1% de los pasos que han marcado nuestra existencia.
Ese es el primer detalle que debemos tener en cuenta para darnos cuenta de la importancia del miedo, y desde cuándo lleva alojado ahí dentro nuestra.
Ahora piensa si ese miedo vital que teníamos cuando salíamos de la cueva a cazar mamuts y a protegernos de todos los peligros que tenía la vida hace tantísimo tiempo se corresponde o es de utilidad, respecto a la vida que llevamos actualmente en pleno siglo XXI.
No parece que estemos hablando de lo mismo, ¿verdad?
El problema es que tantos milenios de evolución acumulada y perfeccionada, no se cambian de la noche a la mañana, porque seamos conscientes de que uno de nuestros mecanismos de supervivencia por excelencia, ya no nos hace falta en la vida moderna.
También es verdad que en mayor o menor medida, el miedo lo seguimos necesitando, porque «quién no tiene miedo, está perdido» (por ejemplo, si nos disponemos a cruzar una calle con mucho tráfico sin hacer caso del semáforo).
Eso lo tenemos claro.
Pero y si por el contrario, ¿sentimos que tenemos demasiado miedo?
Vamos a poner un ejemplo, a ver si así lo vemos todavía más claro.
Después de tres años de pandemia, y una vez que las medidas sanitarias ya se han relajado, todavía vemos a muchas personas caminar incluso por la calle, solas, con la mascarilla puesta. Seguramente te has planteado que esa persona es «muy exagerada» pues las posibilidades de contagio al aire libre, caminando sola, son pequeñísimas, por no decir casi nulas. Seguro que esa persona tendrá las razones que sea para actuar de esa manera, por otra parte totalmente legítimas pues no es este el sitio para evaluarlas o juzgarlas, pero sin duda en nuestra mente no podemos dejar de pensar de que esa persona tiene un miedo exagerado, seguramente consecuencia de su propia experiencia de vida durante los años que ha durado la pandemia, pero que le está condicionando y mucho su vida actual.
Es decir, que no solamente existen peligros REALES en nuestra vida cotidiana diaria sino también otros un tanto IMAGINARIOS (porque a lo mejor están sobredimensionados).
Es un hecho que ese miedo natural que ya tenemos incorporado de fábrica puede verse sensiblemente modificado por las circunstancias que nos rodean (una pista por si quieres indagar en este tema tan interesante: el término epigenética fue acuñado por C.H. Waddington en 1942 para referirse al estudio de las interacciones entre los genes y el ambiente que se producen en los organismos).
Así que, necesariamente, como primera medida para analizar qué hacemos con nuestros miedos será intentar poner un poco de consciencia sobre los mismos y ver si están justificados o no.
Imagínate que somos una pequeña liebre que sale de su madriguera, en mitad del campo, en busca de comida.
Visualiza su comportamiento.
Como de vez en cuando se yergue sobre sus patas traseras, se pone casi de pie, estira sus orejas para afinar el oído ante posibles ruidos extraños, y trata de vislumbrar si hay algún enemigo cerca, que le impida en caso de urgencia darle tiempo a volver a su guarida.
Dentro de su cabeza, siente y analiza el peligro. Calcula los riesgos, y en caso de peligro real, tiene en cuenta el tiempo que le costaría regresar a su guarida a salvo de cualquier ataque. Valora cuanto puede alejarse porque es consciente de sus limitaciones y de sus capacidades físicas para ponerse a salvo.
Ahora imagínate que por lo que fuera, su instinto de miedo no estuviera bien regulado.
Que fuera exagerado. Que en vez de levantar la cabeza cada cierto tiempo, para otear el horizonte y ver si hay algún animal en su cercanía que le pueda poner en peligro mientras come su alimento, lo hiciera mucho más a menudo, casi de un modo obsesivo.
Seguramente no le daría tiempo a comer lo que necesita, lo cual también pondría en peligro su vida. O a lo mejor por miedo también, no se alejaría apenas de su cueva o madriguera, por una excesiva precaución sin razón de ser, con lo cual también dificultaría la búsqueda de alimento.
Es decir, el miedo es ÚTIL en su justa medida, pero cualquier desajuste sobre él, nos puede provocar más perjuicio que beneficio.
En el caso de la liebre, al no ser como nosotros un ser racional, ese instinto de supervivencia no le hace sufrir esa mala jugada, pero a nosotros, los humanos, sí nos puede pasar (y nos pasa muy a menudo) esta situación.
El miedo cumple su función y otras veces estorba más de la cuenta, porque nos puede bloquear o limitar en exceso, impidiéndonos afrontar de manera efectiva cualquier dificultad o conflicto que nos pueda surgir en la vida.
Fue durante la década de 1970 cuando el psicólogo Paul Ekman identificó 6 emociones básicas que, según sus investigaciones, eran una experiencia universal en prácticamente todas las culturas y sociedades modernas.
Las emociones básicas son aquellas que se relacionan con la supervivencia y que se expresan de forma universal en todos los seres humanos. Y estas son: la sorpresa, el asco, el miedo, la alegría, la tristeza, y la ira.
Y podemos considerar a la tríada «miedo, culpa y vergüenza», tan presentes en muchos de los círculos en los que participamos, como los principales enemigos de la felicidad (por decirlo de una manera que todos podamos entender).
Porque esas tres emociones que tanto nos suelen marcar e influir en nuestra vida cotidiana, son emociones autoconscientes.
Son emociones secundarias, porque que surgen a partir de la transformación de otras de las llamadas básicas (es decir, ya hemos incorporado nuestra visión o percepción sobre ellas, así que, las hemos hecho «nuestras») y complejas porque requieren el desarrollo previo de ciertas habilidades cognitivas, como una noción del yo o autoconciencia, para poder ser capaces de transformarlas para que nos sean de utilidad.
Son emociones sociales, porque aparecen en contextos interpersonales y son también emociones morales, porque son fruto de la interiorización de valores, normas y criterios culturales a partir de los cuales se establece qué es correcto y qué no a nivel comportamental.
Preguntado en voz alta en el círculo, cuántos de nosotros tenemos miedo, la respuesta es lógicamente, unánime.
Todos.
Y más, cuando estamos tan condicionados de serie para fijarnos en exceso en lo negativo más que en lo positivo.
No sé quién dijo esta frase, pero seguro que más de uno de nosotros estará de acuerdo y la sentirá como «propia»:
“Si soy 98% perfecto en cualquier cosa que haga, es el 2% fallido lo que recordaré al terminar”
Dentro del círculo son numerosas las circunstancias que nos provocan miedo, vergüenza o culpa.
Miedo a salir de la cárcel. A recuperar nuestra vida normal y no saber desenvolvernos en ella.
Vergüenza de compartir con la familia la estancia en prisión, y de sentir como lo estarán sufriendo y sobrellevando las personas a las que más queremos.
Miedo a recordar situaciones tan extremas como las vividas en el pasado, en circunstancias tan al límite como una detención en donde sientes tan cerca el cañón de un arma apuntándote a la cabeza.
Vergüenzas que nos limitan por cuestión de género (cómo somos capaces de contar ciertos pensamientos y sentimientos muy personales a nuestra madre, que es nuestro apoyo emocional fuera de prisión en según qué momentos, pero no somos capaces de hacer lo mismo con nuestro padre).
Y dificultades de expresar las emociones que nos atraviesan. No por que no sepamos (lo que no se sabe se aprende cuando queremos), sino porque nos sigue dando una cierta vergüenza y reparo indagar delante de los demás la expresión de estas, por miedo a no hacerlo de la forma en que se espera de nosotros.
La forma en que gestionamos el miedo depende incluso de la manera en que de pequeños hemos sido acompañados. Un adulto sano (emocionalmente hablando) no afronta con las mismas garantías y seguridades cualquier dificultad en la vida que se le presente, que una persona adulta que ha tenido una infancia en donde sus figuras de apego más cercanas (madre, padre, etc.) no han estado cerca y no le han podido dar la seguridad y confianza afectiva indispensable de niño, para desenvolverse en la edad adulta con las imprescindibles herramientas emocionales que son tan necesarias.
“Dejamos de tener miedo a aquello que empezamos a conocer”
Madame Curie