
Ya escribimos anteriormente sobre el miedo, en la crónica del 21 de Febrero. En esta nueva crónica, me gustaría profundizar un poquito mas sobre este amigo de viaje como es el miedo.
Dicen que el miedo es una de las cuatro emociones básicas junto con la alegría, la rabia y la tristeza, y nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida. El miedo nos avisa de un peligro externo o interno, por lo que cumple una función básica para protegernos frente a una amenaza y preservar la vida, nuestro instinto de conservación. Produce repliegue, contracción de energía, al igual que la tristeza, y esto lo percibimos en el cuerpo.
Imaginemos que estamos en la calle y alguien nos asalta a punta de navaja para robar nuestras pertenencias. Ante la posibilidad de ser agredidos por una amenaza externa, es probable que nos sintamos pequeñitos y no opongamos resistencia.
El miedo provoca parálisis o huída pero también puede darse la reacción contraria, la lucha.
Otra característica del miedo es que se sitúa en el futuro, a diferencia de la tristeza o la culpa, que suelen remitir al pasado. Se tiene miedo a lo que está por venir. Por ejemplo, mañana tengo un examen importante y no he estudiado nada. Si siento temor a suspender la prueba, es muy probable que hoy decida hincar los codos. En este sentido, el miedo también cumple otro papel importante, me informa de mis recursos personales ante alguna situación. Me ayuda a darme cuenta de mis limitaciones y en qué puedo mejorar. Y aquí tenemos otro elemento importante, la manifestación no neurótica del miedo nos lleva a ejercer la prudencia.
Uno de los temas que apareció en este último circulo fué el miedo, pero ese miedo a futuro, inventado desde nuestra mente… miedo concretamente, utilizo palabras textuales, a las mujeres. También el miedo a ser referente o mentor de alguien, miedo a “meter la pata” y hacerlo mal.
Antes de seguir con este tema tan apasionante como controvertido, sigamos describiendo un poquito mas el miedo….
Todas las emociones son energía y las percibimos en el cuerpo. En el caso concreto del miedo, la sensación física pasa por achicarnos y sentir “frio”. Incluso nos pueden temblar las manos o la voz y también quedarnos petrificados.
Recuerdo a mi gato cuando atrapaba en sus fauces a una lagartija, por ejemplo. En algún momento se la quitaba de su boca. La dejo en un lugar seguro, lejos del gato, y os aseguro que la lagartija tarda unos minutos en volver en sí. Víctima de un pánico atroz, puesto que está en peligro de muerte, está paralizada. Se queda petrificada, helada. Esta es la reacción más extrema del miedo. Y esto nos pasa a nosotros.
Uno de los aprendizajes de esta sesión, ha sido darme cuenta de la capacidad que tenemos de generarnos miedos “falsos”, miedos que inventamos, cómo proyectamos hacia fuera algo que tenemos dentro. Cómo proyectamos ese miedo hacia las mujeres, no porque las mujeres
sean “malas”, si no porque tenemos miedo de nosotros mismos, de lo que somos capaces de hacer (y hemos hecho) y de las consecuencias que de ello puedan derivarse. ¿Y dónde queda la otra persona? ¿Dónde queda la mujer?
¿Tengo miedo a las mujeres o tengo miedo a las consecuencias que pueden derivarse de mi actitud y comportamiento hacia ellas?
Cuenta alguien que tiene miedo a salir en libertad. Miedo a lo que puede encontrarse fuera. Miedo a que cualquier roce accidental en el metro, en el autobús, en el supermercado… con una mujer, esta lo interprete como algo deliverado, algo realizado con premeditación… y le acusen de nuevo.
Sigamos.
El mecanismo que desata el miedo se encuentra en la amigdala. Se trata de la región más primitiva que se encarga de regular acciones esenciales para la supervivencia como comer o respirar. Está claro que el miedo nos ha permitido sobrevivir como especie y cumple una función importantísima. Sin embargo, no tiene buena prensa. Sobre todo en los hombres. Y me explico:
La sociedad valora la valentía y el coraje y desdeña el miedo, considerándolo una debilidad. Fruto de esta creencia, muchas veces, la reacción generalizada, puede ser la violencia. Parece que tener miedo es igual a ser cobarde y lo bueno es ser valiente. Como es incómodo reconocerse en esta emoción miramos a otro lado, imaginando que ignorando los miedos
éstos van a desaparecer o a hacerse más pequeños, y lo que conseguimos es absolutamente lo contrario.
Cuanto más tratamos de suprimir el miedo, no dándole el espacio justo que necesita, evadiéndote con cualquier cosa para evitarlo, más lo experimentas. “Lo que resiste, persiste”.
Puede que uno de los mayores temores sea el sentir este miedo…
Paradójicamente uno es más fuerte si puede reconocer sus miedos. No es más valiente quién no siente miedo, en ese caso es un temerario, si no aquél que toma de la mano a su miedo y en compañía de este, se abre a la experiencia de lo que está viviendo.
Los miedos no son siempre “producciones nuestras”. A veces nos son dados en forma de enseñanzas recibidas, que hemos interiorizado normalmente de personas de referencia, cercanas e importantes para nosotros como nuestra familia. Estas enseñanzas pueden ser frases como:
“Tienes que ser duro con las mujeres”
“Las mujeres son malas”
“Ten cuidado o te va a manipular”
Y sobretodo, comportamientos no verbales que vemos hacia la mujer, formas de tratarlas, formas de dirigirnos a ellas….
¿Son los miedos de otros los que han llegado hasta nosotros? ¿O somos nosotros mismos los que generamos estos miedos?
Nuestra mochila de emoción del miedo se va llenando tanto de experiencias mías como de lo que voy recogiendo del entorno, en forma de los miedos de los otros.
Las cuestiones aquí son las siguientes…
¿Tengo miedo “real” de algo?
¿Tengo miedo a una situación concreta o a sus consecuencias?
¿Cuanto miedo genero “fantaseando cosas” a futuro?
¿Qué responsabilidad tenemos en todo esto?
“La responsabilidad, por ejemplo, no es un deber sino un hecho inevitable: somos los hechores responsables de cualquier cosa que hagamos. Nuestra única alternativa es reconocer tal responsabilidad o negarla.”
Y para terminar, escribo esta historia con alguna modificación por mi parte…
Nan-in, un maestro Zen Japonés de la era Meiji (1868-1912), recibió la visita de un profesor de universidad que quería informarse sobre como inventamos muchos de los miedos que tenemos en nuestra mente.
Nan-in le sirvió té. Llenó la taza de su visitante hasta el borde, y siguió vertiendo más té.
El profesor observó como el té llenaba la taza y se derramaba sobre la mesa hasta que no pudo aguantarse más:
– ¡Está rebosando! ¡No cabe nada más!
– Al igual que esta taza, – dijo Nan-in – usted está lleno de sus propias opiniones, ideas y miedos… ¿Cómo le voy a enseñar Zen si no vacía primero su taza?