Mi hija cumple 10 años (o lo hizo el mes pasado, para ser exactos), y tuvo este año la ocurrencia de querer celebrarlo con sus compañeros y compañeras de clase, repartiendo y compartiendo una bolsa de “chuches” que con esmero y dedicación había preparado el día anterior.
Ahí estaba mi hija, a mi lado, ilusionada y contenta, un martes por la tarde, en la cocina, contando, separando y metiendo en una pequeña bolsa transparente, la misma cantidad de chuches para cada uno/a de su compañeros/as de clase.
Recordando con extrema facilidad , el nombre de las 23 personas que conforman su clase.
Cada uno con el número que le corresponde en clase por orden alfabético.
Su grupo. Su gente. Sus amigos y sus amigas.
Las personas con las que lleva compartiendo clase, juegos y cumpleaños desde hace más de 7 años/cursos.
Y en cada una de esas bolsas que va cerrando paulatinamente, mete un papelito con el nombre de la persona a la que va destinada ese pequeño detalle.
Aunque todas las bolsas sean iguales, le gusta y disfruta personalizando el regalo a cada uno de sus compañeros/as, porque no quiere simplemente repartir las bolsas al día siguiente.
Quiere y desea darle a cada uno/a su bolsa correspondiente.
Y disfruta tanto imaginándoselo como haciéndolo al día siguiente.
Mi hija elige el color rosa para ellas, y el color azul para ellos, para pintar con el rotulador el nombre de cada uno/a de ellos/as en el papelito de turno que identifica da una de las bolsas.
Y yo pienso, ¡¡¡qué tontería!!!, qué importancia tiene…
Son solo “dos opciones más” dentro de la amplia variedad de tonos y colores que su caja de 25, 30 o 50 rotuladores le ofrece.
No saques las cosas de quicio, -me digo a mí mismo-.
No es para tanto. ¿O sí?
Me recuerda a una anécdota de hace poco más de 3 años, cuando empezamos a vivir en la casa en la que actualmente estamos, y les pregunté, tanto a Miguel como a Ana, que eligieran sin ningún tipo de prisa o presión, cuál era el color en el que les gustaría que su habitación estuviera pintada.
Dentro de una amplia gama de colores (ya sabéis la habitual y extensa paleta o gama de colores que los pintores te suelen mostrar), Miguel escogió el azul y Ana escogió el rosa…
Yo, todavía, lejos de mi despertar feminista y de mis recién (y todavía a día de hoy, dubitativas) estrenadas graduadas gafas moradas no vi nada que se saliera de lo normal, de lo habitual, o, mejor dicho, de lo “normalizado”.
Hoy, me doy cuenta, de que (el mito de) la libertad de elección o de la elección en libertad, no tiene nada que hacer, frente a la tremenda marabunta de presiones sociales o influencias que ejercen en esta implacable sociedad (y sobre todo a los más pequeños y pequeñas) los llamados estereotipos de género.
Pero vuelvo a mi historia. A la de hoy. No a la de hace 3 años.
Sigo “espiando”, revisando y sacando punta a unos aparentes e inofensivos trozos de papel, con nombres escritos dentro de ellos.
Mi hija cumple mañana 10 años, y no puedo evitar preguntarla, algo que por dentro me preocupa más que incluso la elección del color de cada nota según el sexo de la persona a la que vaya dirigida.
La pregunto con miedo, con temor.
A sabiendas de que la forma con que le formule la pregunta puede llegar a molestarla o simplemente incomodarla.
No es la primera vez que me replica que no le gusta que su padre sea “feminista”, porque el resto de padres y madres de los compis de su clase no lo son, y entiende que por lo tanto, yo “no soy como ellos”, y eso, a ciertas edades, siempre te marca, te diferencia y te incomoda, porque no deja de ser ese elemento diferenciador que, en determinados momentos de tu etapa de crecimiento, “alguien” aprovechará para hacerte daño y echártelo en cara, como el llevar gafas, tener sobrepeso, o alguna incómoda espinilla en la cara…
Ana, ¿por qué dibujas corazones solamente en los papeles de tus amigas y en la de los de los niños no? -le pregunto finalmente-.
Se hace el silencio, y el gesto de mi hija cambia drásticamente.
Me mira levemente, y las lágrimas en sus ojos, casi florecen a pesar de la “resistencia contraprogramada” para mitigar el alcance de la pregunta.
Es más que evidente, desde la más absoluta discreción o suavidad con la que he intentado formular la pregunta, que no le ha gustado.
Me responde (semi)enfadada, casi tartamudeando, con ganas ya, de querer salir de la cocina y acabar con rapidez y prontitud lo que estaba todavía a medio hacer.
Y me dice, que les preguntó a los chicos de su clase (¿a todos? -seguro que no hizo falta-) si querían que les pusieran corazones en su papelito con nombre, y todos, aparentemente sin discusión, la respondieron que no, que no era “necesario”.
Que simplemente no les “gustaban”.
Y a mí, cuando expresa o me transmite ese parecer, no puedo evitar sentir que se me encoge el alma.
Y yo, que soy su padre, que la conozco meridianamente bien desde hace un montón de años, en los que camino y transito por su vida junto a ella, me atrevo, sin casi género de dudas a equivocarme, a afirmar lo siguiente:
Mi hija, hoy, ya tiene 10 años y tiene meridianamente claro que las niñas y los niños “quieren” que se les trate de forma diferenciada.
Porque las cosas “son así”.
Porque los niños y las niñas son “diferentes”.
O eso nos han dicho desde siempre.
Y no hay nada al respecto que haya que negociar, revisar y cambiar.
Simplemente se acepta y “ya está”, aunque nadie sea capaz ni se atreva a decir o explicar porque esas cosas son (realmente) así o tienen necesariamente que cumplirse de esa manera.
Y que hay cosas que a ti te gustarán y a ellos no, y viceversa.
Y a ella, hoy, no le queda más remedio que aceptar, aunque no le guste, que le encantaría poder dibujar un corazón o cuatro corazones en cada papel de cada niño o niña de su clase (uno en cada esquina del papel o nota), pero que hay algo, una regla no escrita, que ya se lo está impidiendo.
Mi hija, que desgraciadamente seguirá cumpliendo años, uno tras otro, de forma inexorable, tiene meridianamente claro o le está empezando a quedar de manera evidentemente clara y transparente, que los niños, los chicos con los que a partir de ahora empiece a relacionarse, quizás de manera todavía más profunda, no les gustan los corazones (ni el color rosa, ni otras muchas cosas) porque eso será automáticamente a partir de ahora una “cosa de chicas”.
Cualquier cosa relacionada con la sensibilidad, con el cariño, con la ternura, con el amor, incluso a nivel única y exclusivamente de amistad, con la amabilidad, ya empieza a estar mal visto, castigado y penado incluso por la “inmensa mayoría” de compañeros varones.
Y a mí, que he tardado más de cuatro décadas y media en recuperar el “nombre” simplemente de ciertas emociones que creía suficientemente bien enterradas, me produce una enorme tristeza y un pesar difícilmente soportable.
Un saber que no se puede luchar ni vencer contra la ingente fuerza y presión que la sociedad sigue ejerciendo contra todos nosotros y nosotras.
Y veo a mi alrededor, a todos esos hombres que pueblan y visitan cada 15 días esos círculos de hombres, donde a veces siento, que nos reunimos para “recuperar” aquellas cosas, que un buen día, alguien decidió (por nosotros) que no nos hacían falta cuando éramos pequeños.
Que no eran necesarias. Como por ejemplo, las emociones (o por lo menos «algunas» emociones, o la expresión de ellas de forma pública y abierta).
Y una de esas cosas, será sin duda, o para mí lo es a día de hoy, un corazón o una muestra de cariño en un papel, que ahora, a mis 46 años, cuando tengo la suerte de tener entre mis manos, cuido, protejo y conservo con esmero…
Como si de un tesoro se tratara.
Muchas gracias por tu texto, me hace recapacitar sobre aquellas cosas que he dado por sentadas sin cuestionarlas, solo porque la sociedad así lo estipula y que hoy forman parte de mi personalidad. ¿Tendré el valor de enfrentarme a los juicios y cambiarlas? Espero que sí porque de ello depende mi felicidad plena.
Gracias Mario.
Yo soy de los «eternos pesimistas» (aunque trato de trabajar en ello para remediarlo, jaja) y cada día tengo más claro, que la felicidad plena (o el estado de ánimo que más se le parezca) necesita y tiene que ir unida SIEMPRE de una libertad real (en la medida de lo posible y en cuanto a lo que afecta a nuestras únicas y verdaderas elecciones del día a día que tengan que ver con nuestra felicidad).
Y yo siento que me han dejado muy poquito margen de maniobra (en este y en otros muchos temas) de libertad en mi vida y que de todas mis «elecciones», pocas, muy pocas, han sido verdaderamente «elecciones mías en libertad»…
Gracias, Víctor.
En la última sesión del Círculo de la Cuña Verde, se reflexionó sobre esto. La importancia que adquiere el entorno en los comportamientos de los más pequeños. Ellos que precisamente son permeables a cada detalle que su cerebro graba a fuego, porque está en pleno desarrollo. En esas etapas quedan improntas que seguramente nos cueste una vida aprender a olvidar.
Felicidades, Ana.